El león que no sabía leer

El león no sabía escribir. Pero eso no le importaba porque podía rugir y mostrar sus dientes. Y no necesitaba más.
Un día, se encontró con una leona.
La leona leía un libro y era muy guapa. El león se acercó y quiso besarla. Pero se detuvo y pensó: ―Una leona que lee es una dama. Y a una dama se le escriben cartas antes de besarla.― Eso lo aprendió de un misionero que se había comido. Pero el león no sabía escribir.
Así que fue en busca del mono y le dijo: ―¡Escríbeme una carta para la leona!―
Al día siguiente, el león se encaminó a correos con la carta. Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono. Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.
El mono leyó: ―Queridísima amiga: ¿quiere trepar conmigo a los árboles? Tengo también plátanos. ¡Exquisitos! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Rompió la carta y bajó hasta el río.
Allí el hipopótamo le escribió una nueva carta.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos. Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo. Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:
―Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas! Saludos, León.―
―¡Noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Y esa tarde, le tocó el turno al escarabajo. El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos y pasó por delante de la jirafa.
―¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?―, quiso saber la jirafa.
―¡La carta! –dijo el león–. ¡Tiene perfume de escarabajo!― ―Ah –dijo la jirafa–, ¡me gustaría leerla!―
Y leyó la jirafa: ―Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo! –rugió el león– ¡Yo nunca escribiría algo así!―
―¿No lo has hecho?―, dijo la jirafa.
―¡No! ―rugió el león― ¡Noooooo! ¡No! Yo escribiría lo hermosa que es. Le escribiría lo mucho que me gustaría verla. Sencillamente, estar juntos. Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol. Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!―
Y el león se puso a rugir. Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.
Pero el león no sabía. Y, así, continuó rugiendo un rato.
―¿Por qué entonces no escribió usted mismo?―
El león se dio la vuelta: ―¿Quién quiere saberlo?― dijo.
―Yo― dijo la leona―.
Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente: ―Yo no he escrito porque no sé escribir.― La leona sonrió.
Si queremos decir algo, con nuestros propios sentimientos e ideas, tenemos que escribirlo nosotros mismos.
Un día, se encontró con una leona.
La leona leía un libro y era muy guapa. El león se acercó y quiso besarla. Pero se detuvo y pensó: ―Una leona que lee es una dama. Y a una dama se le escriben cartas antes de besarla.― Eso lo aprendió de un misionero que se había comido. Pero el león no sabía escribir.
Así que fue en busca del mono y le dijo: ―¡Escríbeme una carta para la leona!―
Al día siguiente, el león se encaminó a correos con la carta. Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono. Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.
El mono leyó: ―Queridísima amiga: ¿quiere trepar conmigo a los árboles? Tengo también plátanos. ¡Exquisitos! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Rompió la carta y bajó hasta el río.
Allí el hipopótamo le escribió una nueva carta.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos. Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo. Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:
―Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas! Saludos, León.―
―¡Noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Y esa tarde, le tocó el turno al escarabajo. El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos y pasó por delante de la jirafa.
―¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?―, quiso saber la jirafa.
―¡La carta! –dijo el león–. ¡Tiene perfume de escarabajo!― ―Ah –dijo la jirafa–, ¡me gustaría leerla!―
Y leyó la jirafa: ―Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo! –rugió el león– ¡Yo nunca escribiría algo así!―
―¿No lo has hecho?―, dijo la jirafa.
―¡No! ―rugió el león― ¡Noooooo! ¡No! Yo escribiría lo hermosa que es. Le escribiría lo mucho que me gustaría verla. Sencillamente, estar juntos. Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol. Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!―
Y el león se puso a rugir. Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.
Pero el león no sabía. Y, así, continuó rugiendo un rato.
―¿Por qué entonces no escribió usted mismo?―
El león se dio la vuelta: ―¿Quién quiere saberlo?― dijo.
―Yo― dijo la leona―.
Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente: ―Yo no he escrito porque no sé escribir.― La leona sonrió.
Si queremos decir algo, con nuestros propios sentimientos e ideas, tenemos que escribirlo nosotros mismos.
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Martin Baltscheit, El león que no sabía escribir. México, SEP-Lóguez, 2007.
Martin Baltscheit, El león que no sabía escribir. México, SEP-Lóguez, 2007.
Lectura con 458 palabras.
PREGUNTAS
1. ¿POR QUE CREES QUE ES IMPORTANTE LA LEONA PARA EL LEÓN?
2. ¿QUE LE SUGIERES AL LEÓN PARA CONQUISTAR A LA LEONA?
3. ¿CREES QUE ES IMPORTANTE SABER LEER Y ESCRIBIR EN ESTOS TIEMPOS?
Cuento 2
La mujer que brillaba aún más que el sol
Cuando Lucía Zenteno llegó al pueblo, todo el mundo se quedó asombrado. Nadie sabía de dónde venía, traía miles de mariposas y una infinidad de flores en la falda, caminaba con su magnífica cabellera destrenzada ondeando libremente.
A su lado la acompañaba una fiel iguana. Nadie sabía quién era, pero sí sabían que no había nada que brillara tanto como Lucía Zenteno. Todos comenzaron a sentir algo de miedo de este ser maravilloso y desconocido.
Cuando Lucía se fue a bañar, el río se enamoró de ella.
Cuando ella terminaba de bañarse, se sentaba al lado del río y se peinaba con un peine de madera. Y entonces las aguas, los peces y las nutrias estaban en su cabellera, y después otra vez al río.
Los ancianos del pueblo decían que, aunque Lucía era distinta, había que guardarle respeto. Pero algunos le tenían miedo, porque no la comprendían. Así que hablaban mal de ella. La obligaron a irse del pueblo.
Lucía bajó al río una última vez para despedirse. Las aguas salieron a saludarla y no quisieron separarse de ella. Por eso cuando Lucía se marchó del pueblo, el río, los peces y las nutrias se fueron con ella. La gente quedó desesperada.
La gente y los animales padecían de sed. Los ancianos dijeron que debían ir en busca de Lucía a pedirle perdón.
La encontraron y dos de los niños le suplicaron:
–Lucía, hemos venido a pedirte perdón. Ten piedad de nosotros y devuélvenos el río.
Lucía se volvió a mirarlos. Vio sus caras llenas de miedo y de cansancio. Al fin habló:
–Le pediré al río que regrese con ustedes. Pero así como el río le da agua a todo el que está sediento, sin importarle quién sea, ustedes necesitan aprender a tratar a todos con bondad aunque sean distintos.
Todos bajaron la cabeza, avergonzados. Lucía regresó con ellos al pueblo y comenzó a peinarse los cabellos, hasta que salieron las aguas, los peces y las nutrias.
La gente estaba feliz de tener al río de vuelta.
Hubo tanto alboroto que nadie se dio cuenta de que Lucía había desaparecido de nuevo.
Cuando los niños les preguntaron a los ancianos a dónde se había ido, los ancianos dijeron que no los había abandonado.
Aunque no la pudieran ver más, siempre estaría con ellos, ayudándolos a vivir con amor y compasión para todos.
A su lado la acompañaba una fiel iguana. Nadie sabía quién era, pero sí sabían que no había nada que brillara tanto como Lucía Zenteno. Todos comenzaron a sentir algo de miedo de este ser maravilloso y desconocido.
Cuando Lucía se fue a bañar, el río se enamoró de ella.
Cuando ella terminaba de bañarse, se sentaba al lado del río y se peinaba con un peine de madera. Y entonces las aguas, los peces y las nutrias estaban en su cabellera, y después otra vez al río.
Los ancianos del pueblo decían que, aunque Lucía era distinta, había que guardarle respeto. Pero algunos le tenían miedo, porque no la comprendían. Así que hablaban mal de ella. La obligaron a irse del pueblo.
Lucía bajó al río una última vez para despedirse. Las aguas salieron a saludarla y no quisieron separarse de ella. Por eso cuando Lucía se marchó del pueblo, el río, los peces y las nutrias se fueron con ella. La gente quedó desesperada.
La gente y los animales padecían de sed. Los ancianos dijeron que debían ir en busca de Lucía a pedirle perdón.
La encontraron y dos de los niños le suplicaron:
–Lucía, hemos venido a pedirte perdón. Ten piedad de nosotros y devuélvenos el río.
Lucía se volvió a mirarlos. Vio sus caras llenas de miedo y de cansancio. Al fin habló:
–Le pediré al río que regrese con ustedes. Pero así como el río le da agua a todo el que está sediento, sin importarle quién sea, ustedes necesitan aprender a tratar a todos con bondad aunque sean distintos.
Todos bajaron la cabeza, avergonzados. Lucía regresó con ellos al pueblo y comenzó a peinarse los cabellos, hasta que salieron las aguas, los peces y las nutrias.
La gente estaba feliz de tener al río de vuelta.
Hubo tanto alboroto que nadie se dio cuenta de que Lucía había desaparecido de nuevo.
Cuando los niños les preguntaron a los ancianos a dónde se había ido, los ancianos dijeron que no los había abandonado.
Aunque no la pudieran ver más, siempre estaría con ellos, ayudándolos a vivir con amor y compasión para todos.
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Rosalba Zubizarreta, La mujer que brillaba aún más que el sol. México, SEP-Scholastic, 2006.
Cuento 3Lectura con 394 palabras.PREGUNTAS1. ¿POR QUE CREES QUE LUCIA ERA TAN ESPECIAL?2. ¿COMO ERA EL COMPORTAMIENTO DE LUCIA?3.¿QUE RECOMENDACIONES HARÍAS A LOS HABITANTES DEL PUEBLO?
Alex quiere un dinosaurio

Ben tenía un perro. Alicia, dos caracoles.
Tumbado en su cama, Alex gimoteaba:
–Quiero un dinosaurio –decía.
Hasta que su abuelo se puso el sombrero y dijo:
–Si Alex quiere un dinosaurio, debe tener un dinosaurio… y lo llevó a la Dino–tienda.
Alex no sabía qué quería, pero vio al masospóndilo y el masospóndilo lo vio a él y se tumbó de espaldas, puso los ojos en blanco y le lamió la mano…
–Le pondré Fred –dijo Alex.
Le pusieron el collar y fueron a casa. Cuando llegaron, Alex le dio de comer a Fred… dos bolsas de fósiles remojados en toda la leche que había en el refrigerador, un tonel de licopodio, tres sacos de agujas de pino, las calabazas del jardín y el gato del vecino.
–¡Alex! –dijo su madre– ¡Esto es demasiado!
–No para un dinosaurio –dijo Alex.
Llenó la tina de agua caliente, le añadió Polvo de Pantano y puso a Fred a remojar.
–Alex –exclamó su padre–, ¡tener un pantano en casa es insalubre!
–No para un dinosaurio –replicó Alex.
Y metió a Fred en su cuarto y le cantó al oído. Pero el que se quedó dormido fue Alex, y no se dio cuenta de que Fred mordía todo lo que encontraba en la oscuridad.
Cuando la mamá de Alex entró al cuarto el día siguiente, se sentó en la cama, gimiendo.
–¡Esto es terrible! –sollozó.
–No para un dinosaurio –explicó Alex.
Y se vistió, le puso a Fred su collar y se fue a la escuela. En el camino, Fred se lanzó contra un camión. El chofer se puso furioso.
–¡Qué le pasa! –gritó–. ¡Esto es un camión!
–No para mi dinosaurio –le gritó Alex.
Y se llevó a Fred a la escuela. Los amigos de Alex estaban muy emocionados, pero la señorita Jenkins no.
–En un salón de clases no debe haber distracciones –dijo.
–Pues este salón está enfermando a mi dinosaurio –dijo Alex.
Y se fue corriendo por su abuelo para llevar a Fred al veterinario. Allí le sacaron unas radiografías para ver si no tenía algún hueso roto.
–¿Qué tiene? –preguntó Alex.
–Nada que no cure un paseo campestre –dijo el veterinario.
Y allí, entre los borregos, Fred se reanimó. No se detuvo hasta llegar al otro lado de un gran bosque de pinos.
Alex entendió por qué. Allí había un pantano. Fred corrió hacia allá.
–¡Oye, Fred! –gritó Alex–. ¡Esto es demasiado!
–¡No para un dinosaurio! –gritó el abuelo…
…Alex se despertó en su cama no mordida, bajo las cobijas no mordidas, y pensó en sus sueños sobre un dinosaurio. Entonces llamó a su abuelo. Le dijo:
–Cuando tengamos una mascota, creo que debe ser…
–¿Un conejo? –dijo su abuelo…
–Exactamente. Y no lo llamaremos Fred –dijo Alex con un suspiro.
Tumbado en su cama, Alex gimoteaba:
–Quiero un dinosaurio –decía.
Hasta que su abuelo se puso el sombrero y dijo:
–Si Alex quiere un dinosaurio, debe tener un dinosaurio… y lo llevó a la Dino–tienda.
Alex no sabía qué quería, pero vio al masospóndilo y el masospóndilo lo vio a él y se tumbó de espaldas, puso los ojos en blanco y le lamió la mano…
–Le pondré Fred –dijo Alex.
Le pusieron el collar y fueron a casa. Cuando llegaron, Alex le dio de comer a Fred… dos bolsas de fósiles remojados en toda la leche que había en el refrigerador, un tonel de licopodio, tres sacos de agujas de pino, las calabazas del jardín y el gato del vecino.
–¡Alex! –dijo su madre– ¡Esto es demasiado!
–No para un dinosaurio –dijo Alex.
Llenó la tina de agua caliente, le añadió Polvo de Pantano y puso a Fred a remojar.
–Alex –exclamó su padre–, ¡tener un pantano en casa es insalubre!
–No para un dinosaurio –replicó Alex.
Y metió a Fred en su cuarto y le cantó al oído. Pero el que se quedó dormido fue Alex, y no se dio cuenta de que Fred mordía todo lo que encontraba en la oscuridad.
Cuando la mamá de Alex entró al cuarto el día siguiente, se sentó en la cama, gimiendo.
–¡Esto es terrible! –sollozó.
–No para un dinosaurio –explicó Alex.
Y se vistió, le puso a Fred su collar y se fue a la escuela. En el camino, Fred se lanzó contra un camión. El chofer se puso furioso.
–¡Qué le pasa! –gritó–. ¡Esto es un camión!
–No para mi dinosaurio –le gritó Alex.
Y se llevó a Fred a la escuela. Los amigos de Alex estaban muy emocionados, pero la señorita Jenkins no.
–En un salón de clases no debe haber distracciones –dijo.
–Pues este salón está enfermando a mi dinosaurio –dijo Alex.
Y se fue corriendo por su abuelo para llevar a Fred al veterinario. Allí le sacaron unas radiografías para ver si no tenía algún hueso roto.
–¿Qué tiene? –preguntó Alex.
–Nada que no cure un paseo campestre –dijo el veterinario.
Y allí, entre los borregos, Fred se reanimó. No se detuvo hasta llegar al otro lado de un gran bosque de pinos.
Alex entendió por qué. Allí había un pantano. Fred corrió hacia allá.
–¡Oye, Fred! –gritó Alex–. ¡Esto es demasiado!
–¡No para un dinosaurio! –gritó el abuelo…
…Alex se despertó en su cama no mordida, bajo las cobijas no mordidas, y pensó en sus sueños sobre un dinosaurio. Entonces llamó a su abuelo. Le dijo:
–Cuando tengamos una mascota, creo que debe ser…
–¿Un conejo? –dijo su abuelo…
–Exactamente. Y no lo llamaremos Fred –dijo Alex con un suspiro.
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Hiawyn Oram, Alex quiere un dinosaurio. México, SEP-FCE, 2002.
Lectura con 466 palabras.PREGUNTAS1. ¿CREES QUE ES REALIDAD O FICCIÓN LA AVENTURA DE ALEX?2. ¿TU CREES QUE ESTE CUENTO SE PUEDA HACER REALIDAD?3. DI CON TUS PALABRAS QUE PIENSAS ACERCA DE LA LECTURA ANTERIOR.
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